Subí
al carro de un salto, trepé a lo alto por la soga que amarraba la hierba seca
del verano, los bueyes tiraban despacio contoneándose al son del ruido ronco
del eje, un clamor que aullaba con timbre agudo por el valle, en lo alto estaba
Rebeca, mi prima, tenia diecisiete años morenos del sol de julio, y una mirada torva
de adolescente altiva, cuando llegue a la cima de hierba la vi echada en una
esquina agarrada a la soga por la que había trepado, me dio un respingo, ella
se incorporó un poco intentando cambiar de postura, pero el vaivén del carro y
el poco interés que sentía hacia mis trece años le hicieron mantener la misma
pose, apenas me atrevía a mirarla de soslayo, no era la primera vez que me arremangaba
una colleja, o me empujaba cuando me acercaba a sus conversaciones de niñas en
el patio de casa.
Sentía
sus ojos clavándose como púas en mi cogote, mientras intentaba acomodarme en el
hoyo de hierba, la miré para hacerle una seña con la cabeza y noté como hacia un gesto de mejorar su postura. Se sentó dejando
la falda arremangada hasta la
rodilla, exponiendo sus pantorrillas morenas que se movían al son del
traqueteo, de reojo miraba el blanco níveo de sus enaguas arremolinadas entre
sus piernas, sin atreverme a centrar la mirada por miedo a que me soltase un
improperio que seguro que oiría mi padre, con la bronca añadida. Rebeca
mientras, se balanceaba con la mirada pedida en el horizonte, iba dejando
resbalar la falda con cada movimiento, en la comodidad del asiento que se
formaba en la hierba seca y con la placidez del calor relajaba su postura y
separaba las piernas poco a poco, yo miraba a sus ojos y a sus piernas que en
el interior de la falda se confundían con el blanco de la enagua, morenas hasta
la rodilla y albas hasta el infierno, yo colocaba el sombrero de paja para que
me tapase la intención, pero el ala tenia mas agujeros que mis pantalones,
miraba y apartaba la mirada, disimulaba como podía aquel descubrimiento, dentro
de aquella falda en el centro mismo de su cuerpo, la blancura de su piel desaparecía
hacia un tono negro como el carbón de las cuencas, no llegaba a ver bien entre
los movimientos de mi cabeza, y el
cuello agitado por el carro, el interés era mayor que el peligro, ella solo
tenia que dejarse resbalar si quería y soltarme una patada, de rabia, porque
Rebeca era rabiosa y gritona, en un momento apoyó la barbilla en la mano que
asía su cuerda y en esa postura relajada mantuvo la vista lejos, miré de reojo
y aguanté la mirada por un instante, clavé mis ojos infantiles en la mata de
pelo negro de su entrepierna, en un bache del camino el bote del carro hizo
volver la cabeza de Rebeca que chocó con mis ojos, el primer gesto de sorpresa
lo venció, en el segundo, de altivez, clavó su mirada en la mía sabedora que
mis pupilas luchaban por tornar mi mirada en el bosque capilar, no movió su
cuerpo, se quedó tal cual, con las piernas entreabiertas dejando sentir el
calor veraniego vuelto fuego, notó su poder en mi pose estática, hiriente de
lucha por volver a observar su interior, trece años de hombre incipiente,
aguantando una mirada, ampliada por el campo de visión, intuyendo lo prohibido,
empezando a descubrir sensaciones novedosas, sintiendo llamaradas. Rebeca
segura de si misma y de mi edad sin peligro, jugó a ser diosa por un minuto,
largo como un día de mayo, esbozó una sonrisa de medio lado sin apartar sus
ojos de los míos, insistiendo en vencer mi actitud, quizá sea solo mi recuerdo,
pero en aquella tensión pude notar como muy despacio se llevaba la mano a la
rodilla y se abría lentamente, provocándome,
hiriendo mi niñez, jugando con su poder de hembra.
Baje
la mirada en un acto de rendición incondicional, clavé mis ojos limpios en ella
y como un relámpago de luz creí ver entre su mata negra azabache, visos rosados
y brillantes como un atardecer con rocío húmedo y fresco
Mi
intención instantánea fue la de saltar antes de sus patadas, pero en un
movimiento preciso se posiciono rauda, encogió sus piernas y me dio la espalda.
El carro siguió gritando atiplado, los
bueyes bailando sus caderas y mi padre cantando una tonada, mientras, yo descendía
por la soga pasando la frontera de niño.
Desde el suelo una mirada a lo alto,
desde arriba siguiendo a mis ojos, una diosa.
Bellísmo y evocador relato
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