viernes, 7 de diciembre de 2012

Experiencia de verano


Subí al carro de un salto, trepé a lo alto por la soga que amarraba la hierba seca del verano, los bueyes tiraban despacio contoneándose al son del ruido ronco del eje, un clamor que aullaba con timbre agudo por el valle, en lo alto estaba Rebeca, mi prima, tenia diecisiete años morenos del sol de julio, y una mirada torva de adolescente altiva, cuando llegue a la cima de hierba la vi echada en una esquina agarrada a la soga por la que había trepado, me dio un respingo, ella se incorporó un poco intentando cambiar de postura, pero el vaivén del carro y el poco interés que sentía hacia mis trece años le hicieron mantener la misma pose, apenas me atrevía a mirarla de soslayo, no era la primera vez que me arremangaba una colleja, o me empujaba cuando me acercaba a sus conversaciones de niñas en el patio de casa.
Sentía sus ojos clavándose como púas en mi cogote, mientras intentaba acomodarme en el hoyo de hierba, la miré para hacerle una seña  con la cabeza y noté como  hacia un gesto de mejorar su postura. Se sentó dejando la  falda arremangada hasta la rodilla, exponiendo sus pantorrillas morenas que se movían al son del traqueteo, de reojo miraba el blanco níveo de sus enaguas arremolinadas entre sus piernas, sin atreverme a centrar la mirada por miedo a que me soltase un improperio que seguro que oiría mi padre, con la bronca añadida. Rebeca mientras, se balanceaba con la mirada pedida en el horizonte, iba dejando resbalar la falda con cada movimiento, en la comodidad del asiento que se formaba en la hierba seca y con la placidez del calor relajaba su postura y separaba las piernas poco a poco, yo miraba a sus ojos y a sus piernas que en el interior de la falda se confundían con el blanco de la enagua, morenas hasta la rodilla y albas hasta el infierno, yo colocaba el sombrero de paja para que me tapase la intención, pero el ala tenia mas agujeros que mis pantalones, miraba y apartaba la mirada, disimulaba como podía aquel descubrimiento, dentro de aquella falda en el centro mismo de su cuerpo, la blancura de su piel desaparecía hacia un tono negro como el carbón de las cuencas, no llegaba a ver bien entre los  movimientos de mi cabeza, y el cuello agitado por el carro, el interés era mayor que el peligro, ella solo tenia que dejarse resbalar si quería y soltarme una patada, de rabia, porque Rebeca era rabiosa y gritona, en un momento apoyó la barbilla en la mano que asía su cuerda y en esa postura relajada mantuvo la vista lejos, miré de reojo y aguanté la mirada por un instante, clavé mis ojos infantiles en la mata de pelo negro de su entrepierna, en un bache del camino el bote del carro hizo volver la cabeza de Rebeca que chocó con mis ojos, el primer gesto de sorpresa lo venció, en el segundo, de altivez, clavó su mirada en la mía sabedora que mis pupilas luchaban por tornar mi mirada en el bosque capilar, no movió su cuerpo, se quedó tal cual, con las piernas entreabiertas dejando sentir el calor veraniego vuelto fuego, notó su poder en mi pose estática, hiriente de lucha por volver a observar su interior, trece años de hombre incipiente, aguantando una mirada, ampliada por el campo de visión, intuyendo lo prohibido, empezando a descubrir sensaciones novedosas, sintiendo llamaradas. Rebeca segura de si misma y de mi edad sin peligro, jugó a ser diosa por un minuto, largo como un día de mayo, esbozó una sonrisa de medio lado sin apartar sus ojos de los míos, insistiendo en vencer mi actitud, quizá sea solo mi recuerdo, pero en aquella tensión pude notar como muy despacio se llevaba la mano a la rodilla y se abría lentamente,  provocándome, hiriendo mi niñez, jugando con su poder de hembra.
Baje la mirada en un acto de rendición incondicional, clavé mis ojos limpios en ella y como un relámpago de luz creí ver entre su mata negra azabache, visos rosados y brillantes como un atardecer con rocío húmedo y fresco
Mi intención instantánea fue la de saltar antes de sus patadas, pero en un movimiento preciso se posiciono rauda, encogió sus piernas y me dio la espalda.
 El carro siguió gritando atiplado, los bueyes bailando sus caderas y mi padre cantando una tonada, mientras, yo descendía por la soga pasando la frontera de niño.
Desde el suelo una mirada a lo alto, desde arriba siguiendo a mis ojos, una diosa.


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