Ya
era tarde, la marea subía mientras el río bajaba a su encuentro, dejándose
abrazar en una ola que dura hasta la pleamar, disolviéndose poco a poco, como
el ocaso.
La
vi desde mi mesa, estaba sentada en la terraza de la muralla, absorta en sus
pensamientos liando un pitillo, su vestido de gasa ondeaba con la suave brisa
que baja desde lo alto del río, encajonado por las colinas de Oporto, llevaba
un sombreo de paja cubierto por su foulard a modo de protección contra el
viento, sus gafas de sol escondían una mirada que se adivinaba penetrante, era
muy bella, una belleza decadente, surcada por el influjo de una vida llena de
experiencias extremas. En un instante, apuró su café y se levantó encendiendo
el pitillo que había liado, un poco ahusado como si fuese un canuto, saludó al
camarero que le hizo una
reverencia, y se fue alejando, mientras lo seguía encendiendo en dirección al puente de
hierro que cruza el Duero.
Llevaba
un bastón negro que manejaba con elegancia, lo dejaba colgar de la muñeca
cuando intentaba colocar su sombrero mecido por el aire. En el puente, la brisa
seca del interior, se intercambia con la sal marina que sube por el estuario
silbando por entre las vigas de hierro. En ese paseo, su larga falda volaba
dejando ver unas piernas morenas, largas como un día de verano, no hacia nada
por evitar esa caricia, seguía su camino impertérrita, como si cada paso por la
acera del puente fuese un piropo. El sol de atardecer que se colaba por el entramado
férreo la besaba, y la brisa marina acariciaba íntimamente su cuerpo, haciendo
encoger sus hombros en un gesto de placer contenido.
Las
volutas de humo de su cigarrillo se mezclaban con el aire, dejando tras de si
un halo de luz tamizada entre las rejillas del puente, haciendo un efecto nebuloso,
como el que se cuela por las lucernas de las catedrales, iba tras ella,
hipnotizado por su gesto elegante, la fotografiaba disimuladamente para
atesorar ese instante mas tarde. Al final del puente, se paró para volver a
encender el pitillo que se había
ido consumiendo casi hasta el final, lo apretó entre sus dedos para quitar la
ceniza, en un gesto perdido hoy, acercó el mechero escondido entre su pañoleta
a sotavento, miró de reojo y me vio enfocando mi vieja Leica, encendió la
colilla soplando el humo en grandes bocanadas, y sonrió.
Aquella
sonrisa iluminó aun mas el atardecer que teñía de naranja el cielo de Oporto. Se
clavó en mi pecho como el ancla de los barcos que esperan descargar el vino
añejo de sus barricas. Veló el negativo con su luz, no pude dar un paso mas, la
dejé marchar calle abajo siguiéndola con la vista nublada, húmeda por la brisa marina que también la
había acariciado a ella.
Guarde
mi cámara en un bolsillo, di media vuelta recordando sus labios realzados por
una sutil pintura rojo oscuro, sonriendo segura de su belleza, altiva como una
reina sin trono. La imaginé una y mil veces en tantos lugares como recorrí, poniéndola
como personaje en todos los rincones que merecían una figura humana, incluyéndola
en mis versos.
Devolví la Leica a su lugar, en la estantería.
Dentro, sigue el negativo con su imagen voluptuosa al viento del atardecer,
como un tesoro encriptado en las sales de plata.
No
me hace falta revelarlo, porque cada día, pongo alma a ésa sonrisa.
Un atardecer singular, valioso, precioso. Senti mucho placer recorriendo los detalles, los gestos.
ResponderEliminarEs una hermosa celebración.
Una sonrisa plena
Tengo ganas de comentar tanta belleza! con la Nena
Gracias por este momento
Besínes
Kova