lunes, 14 de abril de 2014

Atardecer en Oporto






Ya era tarde, la marea subía mientras el río bajaba a su encuentro, dejándose abrazar en una ola que dura hasta la pleamar, disolviéndose poco a poco, como el ocaso.

La vi desde mi mesa, estaba sentada en la terraza de la muralla, absorta en sus pensamientos liando un pitillo, su vestido de gasa ondeaba con la suave brisa que baja desde lo alto del río, encajonado por las colinas de Oporto, llevaba un sombreo de paja cubierto por su foulard a modo de protección contra el viento, sus gafas de sol escondían una mirada que se adivinaba penetrante, era muy bella, una belleza decadente, surcada por el influjo de una vida llena de experiencias extremas. En un instante, apuró su café y se levantó encendiendo el pitillo que había liado, un poco ahusado como si fuese un canuto, saludó al camarero que  le hizo una reverencia, y se fue alejando, mientras lo seguía encendiendo en dirección al puente de hierro que cruza el Duero.

Llevaba un bastón negro que manejaba con elegancia, lo dejaba colgar de la muñeca cuando intentaba colocar su sombrero mecido por el aire. En el puente, la brisa seca del interior, se intercambia con la sal marina que sube por el estuario silbando por entre las vigas de hierro. En ese paseo, su larga falda volaba dejando ver unas piernas morenas, largas como un día de verano, no hacia nada por evitar esa caricia, seguía su camino impertérrita, como si cada paso por la acera del puente fuese un piropo. El sol de atardecer que se colaba por el entramado férreo la besaba, y la brisa marina acariciaba íntimamente su cuerpo, haciendo encoger sus hombros en un gesto de placer contenido.
Las volutas de humo de su cigarrillo se mezclaban con el aire, dejando tras de si un halo de luz tamizada entre las rejillas del puente, haciendo un efecto nebuloso, como el que se cuela por las lucernas de las catedrales, iba tras ella, hipnotizado por su gesto elegante, la fotografiaba disimuladamente para atesorar ese instante mas tarde. Al final del puente, se paró para volver a encender el pitillo que se  había ido consumiendo casi hasta el final, lo apretó entre sus dedos para quitar la ceniza, en un gesto perdido hoy, acercó el mechero escondido entre su pañoleta a sotavento, miró de reojo y me vio enfocando mi vieja Leica, encendió la colilla soplando el humo en grandes bocanadas, y sonrió.

Aquella sonrisa iluminó aun mas el atardecer que teñía de naranja el cielo de Oporto. Se clavó en mi pecho como el ancla de los barcos que esperan descargar el vino añejo de sus barricas. Veló el negativo con su luz, no pude dar un paso mas, la dejé marchar calle abajo siguiéndola con la  vista nublada, húmeda por la brisa marina que también la había acariciado a ella.

Guarde mi cámara en un bolsillo, di media vuelta recordando sus labios realzados por una sutil pintura rojo oscuro, sonriendo segura de su belleza, altiva como una reina sin trono. La imaginé una y mil veces en tantos lugares como recorrí, poniéndola como personaje en todos los rincones que merecían una figura humana, incluyéndola en mis versos.

 Devolví la Leica a su lugar, en la estantería. Dentro, sigue el negativo con su imagen voluptuosa al viento del atardecer, como un tesoro encriptado en las sales de plata.


No me hace falta revelarlo, porque cada día, pongo alma a ésa sonrisa.




1 comentario:

  1. Un atardecer singular, valioso, precioso. Senti mucho placer recorriendo los detalles, los gestos.
    Es una hermosa celebración.
    Una sonrisa plena
    Tengo ganas de comentar tanta belleza! con la Nena
    Gracias por este momento
    Besínes
    Kova

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