domingo, 30 de diciembre de 2012

Historia de un perro


   Aquel jueves 26 de noviembre, con la perspectiva de un día de sol espléndido, salimos Ángel y yo hacia la zona de las Ubiñas con la intención de estrenar crampones y piolets esa temporada.
Desde Tuíza se veían los tres Castillines con el brillo de la nieve entre sus cortados y ante esa imagen decidimos que ese seria nuestro objetivo para este día.
En el aparcamiento tumbado y hecho un ovillo había un enorme mastín de color canela, que al vernos mientras nos cambiábamos de atuendo se acercó y nos observó con interés.
A pesar de la poca conversación de estos animales, pudimos entender con sus gestos que nos invitaba a subir a su lado hacia el Meicín para guiarnos a través del helado manto de sus praderías.
Y así en silencio emprendimos la marcha hacia nuestro objetivo, el perro fiel a sus instintos, iba y venia por nuestra misma senda olfateando y parándose donde apreciaba algo de su interés y en nuestra marcha por la ladera herbosa que sube hacia el Portillín seguía la huella que dejábamos en la nieve semihelada por el frío de la mañana. En el principio del espolón que separa el valle de Covarrubia del Portillín fondero, la nieve empezó a endurecer y con el sol de la mañana frente a nosotros, nos pusimos los crampones para progresar por las heladas cuestas que nos llevarían a los Castillines.
El mastín ajeno a nuestras acciones se echó a la larga en la nieve, y esperó a que terminásemos de colocar nuestros artilugios para seguir la marcha. Luego para nuestra sorpresa y después de esperar un rato, como evaluando nuestra decisión se levanto y empezó a caminar por la huella que había en la nieve de días anteriores.
Y así nosotros yendo por lo umbrío y el por lo soleado, llegamos a pie de los Castillines que nos esperaban para dejarnos ver desde sus cumbres los paisajes limpios de Asturias al norte y de León al sur. En la canal de Puerta de Arco la nieve desaparecía para empezar una subida por un estrecho corredor de piedra descompuesta, allí dejamos crampones y piolet con la idea de subir más ligeros, contando que la nieve con el sol de frente, ya estaría blanda y practicable.
Cosa que no era real y que nos hizo pararnos a pensar si bajar otra vez a por los crampones, pero el can ya había superado los pasos endurecidos por el frío de la noche, y nosotros con el único bastón que teníamos en la mochila, empezamos la ascensión al segundo Castillín, pasando hacia su cumbre por una collada helada, donde el perro se asomó con la debida precaución, haciendo presa con sus enormes patas traseras en el hielo.
Ya en la cima, mientras comíamos se mantuvo a una discreta distancia, tumbado en la nieve, y observando nuestro frugal ágape de frutos secos, sin demandar ni siquiera unas migajas que por cierto fueron robadas por la chova que nos vigiló todo el camino.
La visión que nos regaló al bajar por las rampas de nieve, con el sol del mediodía alumbrando entre algunas nubes ligeras como si fueran de gasa entre las cumbres nevadas y el perro esperando que terminásemos nuestros pasos por las crestas heladas, fue algo que no podré olvidar nunca, una imagen épica, que viene de la infancia, de la fantasía y de la ilusión por conseguir pisar las cumbres que aparecían en los libros de aventuras.
Quizá ese perro con su silencio, con su compañía desinteresada, con su contemplación del infinito, me inspiró la idea de que posiblemente en él anidara el alma de algún paseante que amó esas montañas con pasión, y una vez perdida la única vida que nos permite definirla grabándola, allí por donde pisamos, pasó a otra más sencilla, llena de sensaciones.



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