Nací
en una pequeña casa colgada en un barranco como el de Serrat, pero en vez de un
pueblo blanco, mi pueblo es azul, azul y negro, azul y blanco, de mil matices
de azul, como los tejados de pizarra y las piedras interminables de las
escaleras que lo suben y bajan, azul cobalto como el fondo del río, como el
azul del cielo que lo dibuja en el horizonte.
Recuerdo
aquella casa a menudo, toda ella formaba parte de la montaña en que estaba
construida, hasta tal punto que la rocas emergían de sus paredes, como si
montaña y casa fuesen un solo ente, el “cocinón” era la parte mas antigua de la
casa, Estaba excavada en la misma roca, había sido el viejo llar donde se
hacia la vida humilde de los marineros antiguos, puede que ni siquiera hubiese
tenido mas pared que la propia cueva que fue y a partir de allí se creo la casa
que hoy cuelga del barranco.
El
barrio de la pescadería, se llama, donde cuelgan estas casas, con interminables
callejuelas estrechas y multitud de escaleras de pizarra viejas, gastadas de
mil pasos.
Este
es el barrio mas antiguo de Luarca, el río Negro lo rodea en su bajada última y
se funde con el mar en la playa de la Llera. Desde mi casa se ven las truchas
del río, gordas, cebadas por los que pasan de orilla a orilla, en el transito
interminable del puente del beso, el ultimo puente de ese río, un puente con
historia de amor y tragedia.
Los
muiles y las anguilas también dejan ver sus vientres plateados entre las
piedras del fondo, y las chalanas amarradas en filas de colores parecen
arcoiris flotando entre las ondas que suben río arriba con la marea.
Recuerdo
a mi abuelo, en el patio, haciéndome juguetes con planchas de hojalata
sacadas de latas de aceite vacías,
que servían para construir objetos cotidianos como moldes de empanadas,
embudos, jarras… y chalanas, juguetes de un pueblo marinero, pequeños barquitos
de chapas estañadas que surcaban imaginarios mares en los pozos que deja la bajamar.
También
recuerdo sus abrazos, abrazos de marineros, y de esposas de marineros, abrazos
que solo ellos saben dar, abrazos intensos como las despedidas y los
reencuentros, abrazos que saben a salitre y espuma y con olor a escamas de
pescado, abrazos inolvidables.
Y
a mi abuela, una mujer abundante y enérgica, guisando entre las ollas humeantes
de la cocina de carbón, cortando los pescados y atizando los fogones.
El
“cocinón” había perdido su condición de lugar principal, y ahora después de
siglos solo era un almacén, un trastero. La humedad de la montaña afloraba por
sus piedras y su única luz entraba por la claraboya del techo, era
un ventanuco pequeño que solo dejaba ver el cielo y sus nubes circulando, a
veces lentas y delgadas o gordas y rápidas como algodones a merced del viento,
aquella ventana diminuta iluminaba las cañas de pescar y los baúles, las nubes
hacían el contraste de colores al pasar ocultando el sol, piedras y objetos
tomaban movimiento en los mil cambios de luz como una sinfonía fantástica
que animaba redes y boyas, nasas y ropas de agua. Creo que mi fantasía
nació en aquel lugar.
Nací,
un veinticuatro de octubre, en un otoño de sol tibio y amable entre las sabanas
de algodón bordadas y el agua que rebosaba de las jofainas, la tímida luz del
amanecer bañaba la ladera de la pescadería y las gaviotas volaban chillonas de
tejado en tejado.
Mis pasos se guiaron por las olas de la orilla,
y en esa caricia, surqué llevado por las corriente los mares de mis antepasados, sentí en mi piel el fluir de sus
pensamientos, descubrí que las sirenas existen.
Recuerdo
los cangrejos entrando en las nasas que echábamos en el muelle, los “panchos”
picando en el anzuelo de nuestras cañas, las sandalias de goma para ir a la
playa.
El
fondo verde, transparente, del agua reflejando el sol del verano, el bullicio
de los pescadores yendo y viniendo con sus cestas de mimbre, vestidos de mahón
azul, como el mar que surge al salir del puerto, un mar bravo que a veces
entona cantos de tempestad.
Las
olas son los rizos del mar, y el viento los peina en una caricia suave y
tierna. Pero cuando los vientos enredan esas hebras con los tirones de sus
ráfagas violentas, los rizos se vuelven crespos cabellos y las crestas de
espuma se desprenden, los barcos crujen y los marinos ponen proa a puerto seguro.
Recuerdo
de mi infancia, una tremenda galerna que cogió de improviso a la flota de
Luarca en plena mar, puedo volver a ver a todas las mujeres corriendo a la
Atalaya, donde hay una capilla de la virgen de la Blanca y el Cristo Nazareno a
encender sus velas ofreciendo su humildad, rogando por sus hombres.
Vuelvo a sentir la mano de mi abuela apretando la mia, acompañando a los grupos
de mujeres, oteando el horizonte con sus pañoletas ceñidas y sus delantales al
viento, el rostro humedecido por la lluvia y las lagrimas.
Algunas
lanchas entraban por la rada con grandes dificultades, y las mujeres que
reconocían los colores de sus embarcaciones corrían al puerto para recibir a
los marinos exhaustos, maridos y hermanos, hijos y padres, calados hasta el
tuétano. Abrazándolos al llegar, entre sollozos y lagrimas.
A
veces presiento que un día todos nosotros vivimos ese mar de cerca, por eso
nuestras lagrimas saben a sal.
También el mar se calma y deja que las
proas acuchillen su piel, y que de sus entrañas salgan miríadas de peces que
curan nuestra hambre, entonces de noche si te acercas a las piedras de La Llera
podrás ver algún delfín fugitivo acercarse a la orilla, algunos dicen que pesca
pececillos, pero quizá Neptuno lo envíe a mirar por el rabillo de su ojo casi
humano lo que las bestias que habitan lo seco han modificado.
Y Neptuno lo apuntará en su libro.
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